El misterio en el cielo que el Pentágono no puede explicar
El gobierno estadounidense reconoce fenómenos aéreos que desafían toda explicación lógica reabriendo el viejo debate sobre lo desconocido.
Hasta hace poco, el llamado fenómeno OVNI pertenecía al territorio de las teorías de la conspiración: material para revistas de lo paranormal, historietas sensacionalistas y series de ciencia ficción. Hoy, en cambio, el gobierno de Estados Unidos lo reconoce oficialmente bajo la categoría de UAP —unidentified anomalous phenomena, fenómenos anómalos no identificados—. Lo que antes parecía una forma de mitología tecnológica forma ahora parte del debate público, analizado en medios de la seriedad de The New York Times y discutido en audiencias públicas del Congreso de la principal potencia militar del planeta. El Pentágono ha confirmado la autenticidad de grabaciones captadas por pilotos de combate; y funcionarios de inteligencia y defensa han admitido, ante cámaras y bajo juramento, la existencia de objetos voladores que desafían toda explicación lógica. La frontera entre la ciencia ficción y lo real se ha vuelto, de pronto, inquietantemente delgada, pero la verdad es más extraña —y más compleja— de lo que los medios y el folclor popular nos han hecho creer.
El imaginario colectivo suele ubicar el origen de la “fiebre por los platillos voladores” en el desierto de Roswell, Nuevo México, en 1947. Todos conocemos —más o menos— la historia repetida en documentales y series de ciencia ficción: un objeto cayó del cielo cerca de una base militar estadounidense; los testigos aseguraron que era un platillo volador de origen desconocido y el gobierno estadounidense, —supuestamente— encubrió el hecho alegando que se trataba de un globo meteorológico.
Pero algunos investigadores y académicos sostienen que la verdadera historia comenzó un año antes, en otro desierto: el del Mojave. Allí, un brillante ingeniero llamado Jack Parsons —uno de los padres del programa espacial de la NASA y cofundador del Laboratorio de Propulsión a Chorro— realizó junto a L. Ron Hubbard, escritor y fundador del culto conocido como Cienciología, un ritual ocultista que quedó grabado en la historia del esoterismo moderno. Por increíble que parezca, ambos eran discípulos de un “mago” inglés llamado Aleister Crowley, quien se autoproclamaba “la Gran Bestia 666” y aspiraba, literalmente, a convertirse en el anticristo profetizado en el libro bíblico del Apocalipsis. Lo cierto es que, apenas un año después de aquella invocación, comenzaron a multiplicarse los reportes de avistamientos en todo el continente. Para algunos investigadores que estudian la convergencia entre ciencia y ocultismo, aquella coincidencia temporal difícilmente puede considerarse algo casual.
Lejos del terreno de lo esotérico, y más cercano al método científico, el destacado astrofísico francés Jacques Vallée —antiguo colaborador del Project Blue Book de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, asesor científico de la NASA y pionero en el desarrollo de las primeras bases de datos astronómicas— se ha consolidado como una de las voces más respetadas en el estudio serio del fenómeno. Sus credenciales son inmejorables: autor de más de una decena de libros, participó en equipos académicos y tecnológicos de alto nivel antes de internarse en el enigma de los fenómenos aéreos no identificados. En su obra Passport to Magonia propuso, tras años de investigación comparada, la tesis conocida como la teoría interdimensional, que ha ganado tracción entre investigadores rigurosos e incluso en ámbitos gubernamentales.
Según Vallée, los encuentros con seres o naves no procederían necesariamente de otros planetas, sino de una inteligencia que interactúa con la conciencia humana desde tiempos remotos. A lo largo de la historia —señala— el fenómeno ha adoptado distintas formas para adaptarse al lenguaje simbólico de cada época: en la antigüedad, se hablaba de naves celestes y “barcos en el cielo”; en la Edad Media, de criaturas del bosque y hadas; y en la era moderna y tecnológica, de platillos voladores y visitantes extraterrestres. Su conclusión es tan perturbadora como fascinante: aquello que creemos una revelación reciente podría ser una presencia antigua que se disfraza con los símbolos de cada tiempo.
En los últimos años, las investigaciones más profesionales —y con financiamiento gubernamental— sobre el fenómeno UAP han demostrado que sus manifestaciones no se limitan a simples avistamientos ni a su detección en radares civiles o militares. En muchos casos, parecen extenderse al terreno de lo psíquico y lo mental, afectando de forma parapsicológica a quienes lo presencian. Uno de los estudios más exhaustivos sobre este efecto es Skinwalkers at the Pentagon. Publicado en 2021, el libro presenta los resultados de un proyecto de investigación auspiciado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos y desarrollado bajo el programa secreto Advanced Aerospace Weapon System Applications Program (AAWSAP). George Knapp, periodista de investigación con amplia trayectoria en temas de seguridad nacional y fenómenos aéreos, documenta cómo varios miembros del personal militar y científico que participaron en el estudio del célebre Skinwalker Ranch —una propiedad en Utah conocida por la concentración de fenómenos aéreos no identificados y anómalos— experimentaron lo que los autores denominaron el “Hitchhiker Effect”: la extensión del fenómeno más allá del lugar del encuentro, con manifestaciones paranormales que perseguían a las personas hasta sus casas.
Esa dimensión parapsicológica, situada en el límite entre lo mental y lo material, encontró su expresión más inquietante en el fenómeno de las abducciones, que comenzó a cobrar fuerza a mediados de la década de 1950. Cientos de personas afirmaron haber sido secuestradas por entidades no humanas, sometidas a experimentos —muchos de índole sexual— o trasladadas a naves donde la noción de tiempo y espacio parecía alterarse. Durante décadas, sus testimonios fueron ridiculizados y sus protagonistas tratados como farsantes o enfermos mentales. Sin embargo, en los años noventa, el psiquiatra John E. Mack, profesor de la Universidad de Harvard y ganador del Premio Pulitzer, decidió escuchar a los testigos sin prejuicio clínico. Tras entrevistar a más de un centenar de ellos, descubrió que muchos presentaban síntomas propios del trastorno de estrés postraumático, característicos de quienes han vivido experiencias reales y traumáticas. “No puedo afirmar qué ocurrió —escribió Mack—, pero sé que estas personas están diciendo la verdad de su experiencia.” Su investigación, que desafió abiertamente la ortodoxia científica y puso en riesgo su prestigio académico, planteó una posibilidad incómoda: que el fenómeno no fuera una ilusión ni una fantasía colectiva, sino un encuentro con una forma de inteligencia no humana, cuyas manifestaciones —lejos de ser benignas— dejaban profundas secuelas psicológicas y físicas en quienes las vivían.
La confluencia entre lo psicológico y lo inexplicable alcanzó su punto más insólito en 1992, cuando —no en una convención de ufología en algún salón con olor a cigarro y café recalentado— sino, nada menos, que en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), se celebró una conferencia sin precedentes. Reunió a psiquiatras, científicos, académicos e incluso a testigos directos para analizar las similitudes entre los relatos de abducción y los testimonios de víctimas de rituales satánicos. El resultado fue desconcertante: se documentaron más de cuarenta coincidencias estructurales —desde la parálisis corporal y la pérdida de memoria hasta los abusos sexuales y sus secuelas físicas—, un paralelismo demasiado preciso para atribuirlo al azar. Entre los casos más perturbadores destaca el del novelista estadounidense Whitley Strieber, quien en Communion (1987) describió con detalle los abusos sufridos durante su encuentro con entidades no humanas y los episodios posteriores. El título del libro “Comunión”, tomado del lenguaje religioso, alude a una unión espiritual que en su experiencia se convierte en profanación. La portada, con el rostro inexpresivo de un ser de ojos negros y almendrados, definió para siempre la iconografía moderna del extraterrestre: la imagen que todos reconocemos actualmente. Lo más inquietante es que esa fisonomía guarda una semejanza sorprendente con el retrato de “Lam”, la entidad con la que el ocultista Aleister Crowley afirmó haber establecido contacto en 1918 en Egipto, y de la cual existen bocetos y descripciones realizadas por el brujo satanista.
El propio Jacques Vallée que es un científico laico advirtió que los relatos de abducción resultan profundamente ilógicos si se interpretan desde la ciencia. “Si los supuestos visitantes poseen una tecnología tan avanzada”, escribió, “¿por qué necesitarían repetir una y otra vez experimentos médicos rudimentarios sobre persona tras persona?”. Para Vallée, las escenas descritas por los abducidos —con exámenes invasivos, manipulación sexual y pérdida de voluntad— evocan los antiguos relatos de encuentros con demonios. En la Edad Media, esos mismos episodios eran atribuidos a súcubos e íncubos: entidades que visitaban a los humanos durante la noche, los inmovilizaban, los sometían sexualmente y dejaban marcas en su cuerpo o perturbaciones en su mente. En su libro The Invisible College, Vallée llegó a afirmar que la estructura de las abducciones modernas es idéntica a la de los ritos de iniciación ocultistas, y que los llamados “ocupantes de los ovnis” se asemejan más a los demonios de la tradición medieval que a exploradores de otros planetas. Otros investigadores, como el astrofísico francés Pierre Guérin, coincidieron: “El comportamiento de los ovnis es más cercano a la magia que a la física; los modernos visitantes y los demonios del pasado son probablemente idénticos”. Incluso psicólogos como Elizabeth Hillstrom han señalado que un número creciente de académicos considera que los llamados “alienígenas” podrían ser, en realidad, la manifestación contemporánea de entidades descritas desde hace siglos por las religiones y la demonología.
Si todo lo anterior parece difícil de creer —y de digerir—, vale la pena observar lo que ocurre en la propia arena política estadounidense. La congresista Anna Paulina Luna sorprendió al declarar, en una entrevista, que los llamados “extraterrestres” podrían no ser más que ángeles caídos, haciendo alusión al apócrifo Libro de Enoc. Este texto —atribuido al patriarca Enoc, abuelo de Noé— fue excluido del canon bíblico, aunque no contradice las Escrituras: las amplía y las profundiza al narrar la rebelión de los “Vigilantes”, una casta de ángeles que desobedeció el mandato divino al descender a la Tierra y tomar esposas humanas. De esa unión ilícita —según el relato— surgió una estirpe híbrida de gigantes y semidioses que más tarde poblaría las mitologías de Grecia, Roma y otras civilizaciones. Resulta sorprendente que una congresista con acceso a información clasificada —pues formó parte de una investigación del Congreso de Estados Unidos sobre el tema— recurra a una fuente tan remota para interpretar un fenómeno supuestamente contemporáneo.
Otro ejemplo es el de Luis Elizondo, exoficial de inteligencia militar y director del Advanced Aerospace Threat Identification Program (AATIP), un proyecto del Departamento de Defensa dedicado al estudio de fenómenos aéreos no identificados. Elizondo reveló que el AATIP no era un programa aislado, sino parte de una iniciativa más amplia conocida como Advanced Aerospace Weapon System Applications Program (AAWSAP), orientada al análisis de materiales, tecnologías y posibles entidades de origen no humano. Según ha relatado el propio Elizondo, lo que incomodó a sus superiores no fue tanto el contenido de sus hallazgos como el hecho de que comenzara a investigar más allá de los límites de su encargo. Su responsabilidad dentro del Pentágono se restringía al análisis físico y operativo de los fenómenos —trayectorias, materiales, posibles amenazas—, pero empezó a explorar otros aspectos del fenómeno. Fue entonces cuando uno de sus superiores le insinuó que lo que estaba investigando podría tener un origen demoníaco, y que insistir en ello sería “abrir una puerta que no debía abrirse”. Poco después, ante la creciente fricción con la cadena de mando, Elizondo presentó su renuncia. Su posterior incorporación al movimiento Disclosure —que exige la desclasificación total de la información gubernamental sobre los UAP— marcaría el inicio de una nueva etapa en la discusión pública.
Comprender el trasfondo de estas alusiones —que combinan fe, política y ciencia— exige volver al propio Enoc, una figura envuelta en misterio desde los albores del relato bíblico. En las genealogías antiguas se mencionan dos Enocs distintos. El primero, Enoc hijo de Set —hermano de Abel y descendiente de la línea considerada justa—, es el patriarca al que “Dios se llevó consigo” sin conocer la muerte, según el Génesis. El segundo, Enoc hijo de Caín, pertenece a la estirpe marcada por la transgresión. A este último se le atribuye, en ciertas tradiciones, la conservación de los conocimientos ocultos que —los ángeles caídos descritos en el Libro de Enoc— revelaron a la humanidad antes del diluvio. Ese saber, considerado una corrupción del orden divino, habría sobrevivido a través de linajes y sociedades secretas. De ahí surge el término “magia enochiana”, la práctica de invocar entidades o inteligencias no humanas para obtener conocimiento o inspiración ocultas. Siglos después, Aleister Crowley —el mismo que inspiró a Jack Parsons y a toda una generación de ocultistas del siglo XX— rescató y actualizó ese legado, difundiéndolo bajo un lenguaje esotérico que terminaría infiltrándose en la cultura popular y espiritual de Occidente.
En tiempos recientes, aquella antigua aspiración de “contactar con inteligencias superiores” —o “extraterrestres”— ha resurgido bajo un nuevo lenguaje y con un barniz tecnológico. En ciertos círculos, especialmente dentro de la ufología moderna y la espiritualidad contemporánea, se habla del fenómeno del downloading: la recepción de información, mensajes o códigos provenientes de planos no humanos mediante estados alterados de conciencia, como ocurrió en los casos de Jack Parsons y L. Ron Hubbard. Uno de los principales promotores de esta corriente es Stephen Greer, médico estadounidense y figura central del movimiento Disclosure, conocido además por producir documentales de gran difusión como Unacknowledged y Close Encounters of the Fifth Kind. En ellos, Greer sostiene que cualquier persona puede establecer contacto con inteligencias extraterrestres a través del llamado “protocolo CE-5”, una práctica basada en la meditación colectiva, el uso de alucinógenos y la proyección mental de intenciones hacia el cosmos. Sin embargo, este procedimiento —presentado como un ejercicio de conciencia expandida— evoca inquietantemente los antiguos rituales de invocación ocultista: la apertura deliberada de canales de comunicación con entidades cuyo origen y propósito siguen siendo inciertos. Lo que antaño solo lo realizaban “iniciados” en sociedades secretas, o círculos mágicos, hoy se repite en playas, desiertos o retiros de meditación masiva, bajo la promesa de una comunión cósmica que quizá no sea tan benigna como parece.
Diana Walsh Pasulka, profesora de Religión y Filosofía en la Universidad de Carolina del Norte, se ha consolidado como una de las voces más lúcidas y provocadoras en el estudio académico del fenómeno. En su libro American Cosmic: UFOs, Religion, Technology, examina cómo, detrás de la fachada científica y tecnológica del siglo XXI, persiste una estructura de pensamiento profundamente esotérica. Según Pasulka, tanto en Estados Unidos como en Rusia existen programas espaciales y de investigación donde conviven ingenieros, militares y científicos que interpretan el contacto con “inteligencias no humanas” como una experiencia de tipo revelacional. Lo enigmático —y perturbador— es que estas convicciones no proceden de aficionados, sino de individuos con posiciones estratégicas en los círculos de inteligencia, militares y otros dotados de credenciales impecables y trayectorias impresionantes.
Uno de ellos, a quien la autora identifica con el seudónimo de “Tyler”, es un científico con varias patentes aeroespaciales que practicaba ejercicios de downloading —procesos de meditación destinados a recibir conocimiento de planos superiores para sus descubrimientos científicos— y que terminó convirtiéndose al catolicismo tras visitar, junto a Pasulka, los Archivos del Vaticano. Allí, según su testimonio, habría encontrado documentos que confirmaban siglos de investigación. ¿Qué pudo haber en esos textos para que un hombre exitoso de ciencia decidiera abrazar la fe? ¿Qué descubrió entre aquellas páginas para que el temor lo condujera a una conversión inmediata? Pasulka también menciona el caso de científicos laicos como Jacques Vallée, formados en el rigor empírico y ajenos a cualquier credo, que conservan bibliotecas enteras dedicadas a ángeles, demonios y la tradición mística medieval. ¿Qué impulsa a un investigador habituado a la lógica y la medición a internarse en los territorios de la teología antigua?
Quizá la respuesta se oculte en la tensión que subyace entre conocimiento y poder. Algunos miembros de la llamada Collins Elite —una facción interna del aparato de inteligencia estadounidense— sostienen que ciertas agencias han intentado “militarizar” el contacto con inteligencias no humanas, una forma de alquimia tecnológica orientada a dominar lo que no se comprende. Pero ¿puede el hombre controlar algo que trasciende la materia y el tiempo? ¿Puede someter a inteligencias más antiguas y sabias que él? No es casual que muchos de estos fenómenos se manifiesten cerca de silos nucleares, reactores o zonas de pruebas atómicas, donde desactivan o reactivan misiles como si quisieran recordarnos que el poder supremo no está en nuestras manos. Tal vez —como advirtieron los antiguos textos— el fuego que creemos nuestro no nos pertenece, y hay presencias que observan, pacientes, acaso esperando y anhelando el momento de nuestra destrucción.
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